La Iglesia reunida en Aparecida no ha tenido miedo (14-15). Ha proclamado la alegría de ser comunidad de discípulos y misioneros de Jesucristo (Cap. 3). Ha bendecido, alabado y dado gracias al Padre por el don de su Hijo Jesucristo, “rostro humano de Dios y rostro divino del hombre” (107) y en Él por “la buena nueva de la dignidad humana, de la vida, de la familia, del trabajo, de la ciencia y de la solidaridad con la creación” (103). Ha renovado su esperanza (15, 128, 549), para afrontar el hoy de América Latina y de El Caribe como “una hora de gracia” que no puede desaprovechar. (548).
109. Ante una vida sin sentido, Jesús nos revela la vida íntima de Dios en su misterio más elevado, la comunión trinitaria. Es tal el amor de Dios, que hace del hombre, peregrino en este mundo, su morada: “Vendremos a él y viviremos en él” (Jn 14, 23). Ante la desesperanza de un mundo sin Dios, que sólo ve en la muerte el término definitivo de la existencia, Jesús nos ofrece la resurrección y la vida eterna en la que Dios será todo en todos (cf. 1Cor 15, 28). Ante la idolatría de los bienes terrenales, Jesús presenta la vida en Dios como valor supremo: “¿De qué le sirve a uno ganar el mundo, si pierde su vida?” (Mc 8, 36).
110. Ante el subjetivismo hedonista, Jesús propone entregar la vida para ganarla, porque “quien aprecie su vida terrena, la perderá” (Jn 12, 25). Es propio del discípulo de Cristo gastar su vida como sal de la tierra y luz del mundo. Ante el individualismo, Jesús convoca a vivir y caminar juntos. La vida cristiana sólo se profundiza y se desarrolla en la comunión fraterna. Jesús nos dice “uno es su maestro, y todos ustedes son hermanos” (Mt 23, 8). Ante la despersonalización, Jesús ayuda a construir identidades integradas.
Un año después de la gran cita episcopal en Aparecida (Brasil), no pocos se preguntan qué queda en la Iglesia de aquel impulso misionero. Hoy reflexionamos sobre ello en Travesía por la vida.